Época: Desafío al liberalis
Inicio: Año 1870
Fin: Año 1914

Antecedente:
Apogeo de los nacionalismos

(C) Joaquín Córdoba Zoilo



Comentario

"La coexistencia de varias naciones bajo el mismo Estado -escribía en 1862 Lord Acton, el historiador de Cambridge, criticando el concepto de nacionalismo político de Mazzini- es una prueba y también la mejor garantía de su libertad. Su conclusión lógica era que los Estados más perfectos eran aquellos que incluían varias nacionalidades distintas sin oprimirlas". Pero Acton no se engañaba. Añadía que la nacionalidad no aspiraba ni a la libertad ni a la prosperidad, sino que ambas las sacrificaba a la necesidad de construir el propio Estado nacional: "su curso -terminaba- estará marcado por la ruina moral y material". Lo que iba a ocurrir en los dos Estados más perfectos que él citaba -Gran Bretaña y Austria-Hungría, y también en el Imperio Otomano y Rusia- vino en gran parte a darle la razón. En todos ellos, la irrupción de los nacionalismos de ciertas minorías étnicas cambió la historia. El problema irlandés fue el gran problema de la política interna británica entre 1885 y 1921, y una de las causas de lo que el historiador Dangerfield llamaría en 1935 la "extraña muerte de la Inglaterra liberal". En Austria-Hungría y en Turquía, las nacionalidades destruyeron los imperios. Más aún, las tensiones generadas por los nacionalismos balcánicos (y por el nacionalismo alemán) llevaron en 1914 al mundo a la guerra.
El problema era, como ya quedó indicado, antiguo. Las reivindicaciones del nacionalismo húngaro -que habían cristalizado en los levantamientos de 1848-49- parecieron encauzarse satisfactoriamente tras la formación de la Monarquía dual austro-húngara en 1867. Pero el nacionalismo irlandés -que también había parecido desvanecerse en los años 1848-68 como consecuencia de los devastadores efectos que sobre Irlanda tuvo la "gran hambre" que por entonces se abatió sobre el país- resurgió. En 1858, se crearon en Nueva York la Hermandad Feniana, y en Irlanda, la Hermandad Republicana Irlandesa. El intento insurreccional promovido por ésta en marzo de 1867 terminó desastrosamente, con la muerte de 24 personas, el encarcelamiento de muchas otras y la ejecución posteriormente de otras tres. Pero el juicio de los prisioneros "fenianos" revivió la causa irlandesa. Isaac Butt (1813-1879), un abogado conservador, protestante y federalista, organizó en 1873 la Liga Autonomista Irlandesa: en las elecciones de 1874 logró 59 del total de 82 escaños que correspondían a Irlanda en el Parlamento británico.

En la Polonia rusa hubo levantamientos nacionalistas en 1830-31 y en 1863-64, expeditivamente reprimidos por los ejércitos zaristas; y en la Polonia prusiana en 1846. Que no los hubiera, por lo menos de la misma magnitud, en la Polonia austríaca (en Galitzia, región atrasada y rural que gozaba de relativa autonomía) no significó que el sentimiento nacional polaco fuera débil: al contrario, las universidades de Cracovia y Lemberg allí enclavadas se convirtieron en uno de los focos más activos del nacionalismo polaco (y Lemberg, además, del ukraniano).

En 1875-76, se produjeron rebeliones nacionalistas de serbios y búlgaros contra el poder otomano en Bosnia y Bulgaria respectivamente, duramente aplastados por los turcos, lo que dio lugar a que primero Serbia y Montenegro y luego, Rusia, en abril de 1877, declarasen la guerra a Turquía. Por el tratado de San Stefano (3 de marzo de 1878) y el Congreso de Berlín (13 de junio del mismo año), las grandes potencias confirmaron la plena independencia de Rumanía y de Serbia - aunque Bosnia-Herzegovina quedó bajo administración austríaca-, y forzaron la creación de una Bulgaria autónoma (aunque independiente de facto, al extremo que una nueva guerra interbalcánica entre Serbia y Bulgaria por el territorio de Rumelia estalló en noviembre de 1885).

Antes, pues, de los años 1880-1914, la cuestión de las nacionalidades había generado ya considerables tensiones, tanto domésticas como internacionales. Pero, como ya se indicó, el problema se extendió y radicalizó en aquellos años, cuando se produjo, como también quedó apuntado, la primera gran etapa de movilización étnico-secesionista de la historia europea que abarcó -aunque con muy desigual intensidad- a croatas, serbios, eslovenos, macedonios, checos, polacos, eslovacos, ucranianos, georgianos, bálticos, noruegos, finlandeses, irlandeses, albaneses, armenios, catalanes, vascos, gallegos, greco-chipriotas, flamencos y judíos. Ello se materializó en la aparición de movimientos que reivindicaban o la autonomía o la independencia para los pueblos mencionados. Como parece lógico, un movimiento tan amplio y dispar se debió a la confluencia de numerosas circunstancias y factores específicos, distintos, además, en cada caso.

Pero el nacionalismo tuvo elementos comunes. Primero, el nacionalismo fue un hecho de pueblos que habían tenido en el pasado -reciente o remoto- o existencia política independiente o algún tipo de organización administrativa propia (eso, aunque muchas de las interpretaciones históricas propuestas por los propios nacionalistas fueran distorsionadas por mitos y leyendas indemostrables, sino deliberadamente falsas); en los casos de los imperios ruso y otomano, y en parte, en el de Austria-Hungría, los poderes centrales - débiles e ineficientes, a pesar del frecuente recurso a formas despóticas y quasi-coloniales de gobierno- nunca lograron integrar verdaderamente a los pueblos dominados, que retuvieron de alguna forma su personalidad a lo largo de los siglos. Segundo, y por eso mismo, la gran mayoría de aquellos movimientos nacionales estuvieron asociados con el renacimiento de las respectivas lenguas nativas, hecho posible a lo largo del siglo XIX por la unificación de gramáticas y diccionarios lingüísticos, por la adaptación de los viejos vocabularios a las nuevas necesidades literarias y políticas y por la aparición de medios modernos de comunicación de masas (prensa y libros, preferentemente); en cualquier caso, lengua y etnicidad fueron los factores que vinieron a legitimar las reivindicaciones políticas nacionalistas. Tercero, el desarrollo de movimientos nacionales fue paralelo a la extensión de las oportunidades políticas (reconocimiento de algunos derechos y libertades, ampliaciones del sufragio), al aumento de los niveles de educación y alfabetización, y a la aparición de enclaves urbanos e industriales en las regiones y territorios nacionalistas: las profesiones liberales -abogados, profesores, maestros, médicos, el clero- nutrieron el liderazgo nacionalista, y las clases medias y medias-bajas urbanas y rurales constituyeron, por lo general, el principal apoyo social de los nacionalismos.

La movilización étnico-secesionista de finales del siglo XIX fue, por tanto, resultado de las contradicciones y tensiones creadas por la misma modernización económica, política y social que experimentó -con inmensas diferencias, como se vio- todo el continente europeo. Memoria histórica, singularidad étnico-lingüística (o religiosa), medios modernos de comunicación, maduración de los procesos de asimilación de la propia conciencia de identidad, mayor vertebración interna de las distintas comunidades nacionales, cambios graduales en las formas de producción y trabajo en el interior de las mismas: todo ello hizo que en aquellas pequeñas naciones europeas, en aquellos pueblos sin historia -como se les había llamado despectivamente- aparecieran, antes o después, movimientos nacionalistas y, lo que fue más importante, que éstos recibieran un creciente apoyo social y, cuando fue posible, electoral. Además, en muchos casos, los movimientos nacionalistas fueron, como enseguida se verá, nacionalismos de respuesta, esto es, surgieron como expresión de la crisis -de identidad de unas culturas amenazadas bien por la misma modernización, bien por la voluntad asimilista de los poderes centrales, bien por la misma tensión interétnica entre las mismas nacionalidades oprimidas (y en el caso del sionismo, como respuesta a la amenaza que para las minorías judías supuso la extensión del antisemitismo por Europa).

El nacionalismo irlandés, por ejemplo, supo capitalizar las oportunidades -ampliación del electorado, más escaños para Irlanda- abiertas por las reformas electorales británicas de la década de 1880, esto es, por las leyes de Prácticas ilegales y corruptas (1883), de Representación del pueblo (1884) y de Redistribución de los escaños (1885). En las elecciones de noviembre de 1885, amplió su representación a 86 escaños -sobre 103 asignados a Irlanda-, cifra prácticamente inalterada en las ocho elecciones generales que se celebraron entre aquel año y 1918. Eso hizo que el grupo nacionalista irlandés -dirigido desde 1878 por Charles S. Parnell (1846-1891), el formidable y enigmático líder de origen anglo-americano, educado en Cambridge, que había adquirido gran notoriedad en 1880 por su defensa de los campesinos irlandeses amenazados de expulsión legal de sus tierras- fuera en todo ese tiempo el tercer partido del Parlamento británico, por detrás de conservadores y liberales, pero por delante de los liberalunionistas -la escisión liberal encabezada por Joseph Chamberlain en 1886 precisamente en oposición a la primera Ley de Autonomía Irlandesa de Gladstone-, y de los laboristas (2 diputados en 1900; 30 en 1906; 40 en 1910; 63 en 1918).

El nacionalismo irlandés -reorganizado en 1882 en la Liga Nacional, partido autonomista (aunque Parnell nunca se pronunció contra la independencia y mantuvo contactos secretos con el "fenianismo" terrorista)- adquirió una extraordinaria capacidad de maniobra política. La primera consecuencia fue la conversión de Gladstone, el líder del partido liberal, al principio de la autonomía irlandesa. En efecto, Gladstone llevó al Parlamento, cuando estuvo en el Gobierno, dos proyectos de autonomía para Irlanda, la Ley del Gobierno de Irlanda de 8 de abril de 1886 y la Ley de Autonomía de 13 de febrero de 1893, proyectos similares, aunque no idénticos, que preveían la creación de un Parlamento irlandés en Dublín con amplias atribuciones en política regional y fiscal -pero sin concesiones en cuestiones de política exterior, defensa y policía- y el nombramiento de un Lord Gobernador como jefe de un ejecutivo irlandés responsable ante aquella cámara. Pero la iniciativa de Gladstone puso de manifiesto la complejidad del problema irlandés y contribuyó, sin duda, a dificultar su solución. Primero, provocó la escisión del propio partido liberal británico, cuando Chamberlain creó en 1886 el grupo liberal-unionista opuesto a la autonomía irlandesa (lo que hizo que el primero de los dos proyectos de ley fracasara ya que 93 diputados liberales votaron contra su propio gobierno; el segundo proyecto, el de 1893, fue rechazado por la Cámara de los Lores). Segundo, dividió a la propia comunidad irlandesa, una comunidad plural en la que coexistían las culturas inglesa, anglo-irlandesa, gaélica y protestante del Ulster. Así, en las elecciones de 1885 a las que Gladstone acudió ya con la promesa de autonomía para Irlanda, en el Ulster salieron elegidos 18 diputados autonomistas y 17 antiautonomistas (que formaron grupo parlamentario aparte, y que convergerían un poco después, en 1905, en el Consejo Unionista del Ulster, precedente del Partido Unionista creado después de la guerra mundial).

Más aún, la idea de Gladstone, al enfrentar a liberales y conservadores, hizo que no existiera un proyecto común para Irlanda. El partido conservador, que estuvo en el poder entre 1886 y 1906 -con el breve paréntesis liberal de 1892-95-, optó por una política de desarrollo económico y reforma agraria para Irlanda, y en todo caso, por una gradual devolución de atribuciones financieras y fiscales a la isla, pero rechazó la autonomía política. Incluso acabó por apoyar abiertamente, como se vería desde 1910-11 a los Unionistas ulsterianos (que mantendrían sus 16-18 diputados, y que desde 1892 tendrían en Edward Carson un líder carismático y brillante).

El fracaso de los proyectos autonomistas de Gladstone, más la crisis que el nacionalismo parlamentario irlandés atravesó con motivo de la caída de Parnell en 1890 -cuya carrera se vio arruinada al verse implicado en un resonante caso de adulterio-, paralizó durante años el proceso autonómico. Pero fue sólo un paréntesis engañoso. El nacionalismo era ya una fuerza social considerable que penetraba más allá del ámbito de la política. Así, en 1884 se creó la Asociación Atlética Gaélica para recuperar y promover los deportes ancestrales irlandeses y en 1893, la Liga Gaélica, para impulsar el uso del gaélico en escuelas y universidades y para defender, en general, la herencia cultural irlandesa (música, folklore, danzas, cuentos orales, etcétera).

Todo ello provocó un verdadero renacimiento cultural irlandés. Sus implicaciones políticas eran evidentes. En sintonía con el resurgimiento gaélico, Arthur Griffith (1872-1922), un periodista dublinés, creó en 1900 la Sociedad Gaélica, un movimiento político cuyo lema desde 1905 fue Sinn Fein (nosotros solos), que abogaba por una Irlanda independiente, unida en todo caso a Inglaterra mediante un pacto de soberanía a través de la Corona. Militantes de los grupos radicales más o menos vinculados a la Hermandad Republicano-Irlandesa -activa sobre todo, entre los emigrantes irlandeses en Estados Unidos- bascularon hacia el movimiento gaélico: un movimiento abiertamente independentista, por tanto, apareció desde principios de siglo amenazando el liderazgo del grupo parlamentario autonomista (que, desde 1900, halló un nuevo líder en John Redmond).

El retorno de los liberales al poder en 1906 reabrió las expectativas autonomistas irlandesas, sobre todo desde que, tras las dos elecciones generales celebradas en 1910, los liberales necesitaron perentoriamente del apoyo del nacionalismo irlandés para gobernar (pues el Parlamento, tras la elección de noviembre de ese año, se componía de 272 liberales, 272 conservadores y unionistas, 83 nacionalistas irlandeses y 42 laboristas). El gobierno liberal, presidido por Asquith, presentó, en efecto, en abril de 1912 el que era, por tanto, tercer proyecto de Ley de Autonomía Irlandesa, muy similar al de 1893, si bien, ahora el Parlamento irlandés se compondría de dos cámaras. Pero tampoco esta vez la ley pudo prosperar. Suscitó, en primer lugar, la oposición cerrada de los conservadores ingleses y de los unionistas del Ulster, los cuales formaron a principios de 1913 una Fuerza de Voluntarios del Ulster, un grupo militar dispuesto a defender por la violencia la unidad anglo-irlandesa. Y estimuló, además, a los grupos independentistas gaélicos: varios de ellos crearon, en noviembre de ese mismo año, su propia fuerza paramilitar, los Voluntarios Irlandeses. La posibilidad de una guerra civil o, por lo menos, de choques armados entre grupos paramilitares antagónicos, era, pues, real. Fue por eso que el Gobierno empezó a estudiar la posibilidad de reformar su proyecto de ley y dar al Ulster tratamiento separado (sobre todo después que, en marzo de 1914, 58 oficiales de la guarnición de Dublín dimitieron -en un gesto sin precedentes en la historia del ejército británico- ante la posibilidad de que el Gobierno echara mano de las tropas para obligar a aquella provincia a aceptar la autonomía en caso de que ésta fuera finalmente aprobada). Pero eso, a su vez, hacía inevitable la ruptura con el nacionalismo parlamentario de Redmond.

La Guerra Mundial precipitó las cosas. La Hermandad Republicana Irlandesa y el Sinn Fein -constituido como partido en 1912-,junto con los Voluntarios Irlandeses y otros grupos independentistas minoritarios, creyeron la ocasión propicia para preparar una insurrección armada contra el dominio británico. Y en efecto, en la semana de Pascua de 1916 (24-29 de abril), la insurrección estalló en Dublín. Fue un desastre: 15 de los líderes del levantamiento -entre ello, Pádrac Pearse y James Connolly, nacionalista y socialista revolucionario- fueron ejecutados, y unas 2.000 personas fueron encarceladas. Las ejecuciones transformaron para siempre el clima político y social de Irlanda e hicieron poco menos que imposible toda idea de convivencia y reconciliación anglo-irlandesas. Así, en las elecciones de 1918, las primeras que se celebraban desde 1910, el Sinn Fein, dirigido por Eamon de Valera, uno de los líderes de la insurrección de 1916, obtuvo 73 escaños y los nacionalistas moderados de Redmond, 6 (y los Unionistas del Ulster, 26): la autonomía resultaría en adelante inaceptable.